Cuando no existía el mundo, el dios sin nombre se dio cuenta de que con la tierra, el agua y el fuego, podía dar vida a lo que rondaba por su mente y se puso a trabajar.
Había pensado en un universo único, donde todos los elementos y los seres vivieran en armonía. Para eso era preciso que cada cosa ocupara su justo lugar. Dispuso que el universo se dividiera en tres espacios.
Arriba se situaría todo lo que brilla: Los dioses del Sol y la Luna, las constelaciones de estrellas y los cometas. También allí, pero más cerca del suelo, vivirían el dios del rayo, del relámpago y del trueno, del arco iris y del viento.
En la tierra, el segundo espacio, dispuso que habitara todo lo que está vivo, lo que nace y crece: las plantas, los animales, los hombres y los espíritus. Todos compartirían el mismo lugar y se tratarían como hermanos bajo la luz del sol.
Un espacio oscuro y profundo, cavado en el interior de la tierra, sería el lugar destinado a los muertos.
Los tres espacios estarían separados, pero habría caminos secretos, vías especiales que sólo unos pocos podrían conocer, para viajar de un lugar a otro.
Desde la Tierra, sólo Inti, el hijo del Sol, podría ir arriba, al lugar de las estrellas, para comunicarse con los dioses que iluminan el mundo con su luz. Desde la casa de los muertos se podría llegar al mundo de los vivos a través de grietas en las rocas que sobresalen de la superficie, o desde los lugares donde brota el agua, o a través de las bocas de las montañas de fuego.
Así se formó el universo. Por eso en la inmensidad del cielo brillan el Sol, la Luna y los astros.
Inti, que entiende su lenguaje, los mira desde la Tierra y puede explicar a los hombres cuales son los designios de los dioses. Y ocultos, enterrados en las profundidades, habitan los muertos, que de tanto en tanto, cruzan el umbral y se cuelan en el espacio de los que están vivos.
Leyenda Inka.